F Los enamorados - Carlos Sánchez Viamonte

Los enamorados

de Alfred Hayes
(La Bestia Equilátera, Buenos Aires, 2010, 160 páginas)

Alfred Hayes (1911-1985) nació en Londres, pero desarrolló la mayor parte de su actividad en Nueva York, y por tanto es culturalmente norteamericano. Su producción está poco difundida porque en cierta forma abandonó la literatura para dedicarse al cine como guionista. En su estancia en Roma colaboró con Roberto Rossellini y Vittorio De Sica, y con Nicholas Ray y Fritz Lang en Estados Unidos, donde también escribió guiones para la televisión. Cuenta con cuatro novelas, tres libros de poesía y uno de cuentos.

Los enamorados apareció originariamente en 1953 y es la primera obra del autor que se traduce al español. Por su estructura es una nouvelle y se abre con una cita del emotivo y eximio poeta inglés George Herbert (1593-1633), como un anuncio de la tónica que presidirá una dolorosa historia de amor, narrada en primera persona por un hombre de unos cuarenta años a una chica de veintitantos en un bar de un hotel de Nueva York. Le cuenta que tiempo atrás él y una muchacha separada y con una hija se enamoraron. No sólo se desconocen los nombres de ambos, sino que tampoco se marcan con guiones los diálogos, que fluyen en medio del remolino de una prosa caudalosa, sensible, de subyugante lectura.

Se trata de uno de esos amores imposibles que transitan por el borde de la tragedia, ya que a los protagonistas les es casi imposible adaptarse a las exigencias materiales de este mundo (él estaba intentando en ese entonces ser escritor y a ella la acosaba una inminente depresión). Y así el narrador, desengañado, opina que “nada de lo que deseamos ocurre exactamente como lo deseamos, amor o metas o hijos”, y agrega: “aunque Howard dijera que no, el hombre con quien ella se casó dijera que no, que lo que las personas querían sobre todo era dinero, porque el dinero representa todo lo demás...”

Pese a que del principio al fin la nouvelle respira un intenso y sobrecogedor lirismo, el mismo va acompañado de un sabor amargo y de un escepticismo total (“La vida, se inclinaba a pensar una vez más, según una imperecedera frase suya, era muy rara.”) Ambos personajes se sumergen en un amor a ultranza, de entregas absolutas, como si estuvieran guiados por una compulsión interna que desconocen y no pueden controlar: “y me liberaría de la presión de la soledad para darme lo que, creo, consideraba la diversión más agradable de todo el parque de diversiones: el amor”. Si bien Hayes construye un clima romántico, muestra sutilmente las contradicciones y dudas que agobian al individuo contemporáneo.

Queda al descubierto el desamparo de la pareja, así como cierta tendencia a la autodestrucción: el amor los enferma y por ello le temen. Resulta patético el monólogo interior del protagonista, que se hunde en un vértigo de sufrimiento y de desesperación.

La aparición del citado Howard, un hombre con mucho dinero, desequilibra a los amantes y hace que su relación entre en crisis (“los ricos en realidad eran envidiables”). Sin embargo, el narrador finalmente le dice a la chica en el bar: “puede que me equivoque y que el mundo esté lleno de pasiones que desconozco, y que en este momento Tristán esté subiendo al Bronx Express para ir a casa a ver a su Isolda, y existan muchos corazones más nobles que el de ella y el mío”.

La traducción de Martín Schifino demuestra talento y profesionalismo.

Germán Cáceres

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