F Nunca quemes las cartas de amor - Carlos Sánchez Viamonte

Nunca quemes las cartas de amor

Larsen fue un voluntarioso editor de suplementos luego de haber sido un periodista de batalla, pero su vocación secreta e indisimulada era el montañismo. Tenía cuarenta años, un gran estado atlético y mucha atención femenina.



Fernández, sin embargo, no le conocía ningún affaire en la redacción, y aunque no eran grandes amigos, llevaban a cabo rituales amistosos de mutua intensidad. Les tocaba irse de vacaciones más o menos para las mismas fechas.

Larsen dedicaba siempre los primeros días a algún arriesgado escalamiento, y el resto, a su esposa y a sus tres hijas. Se había hecho rutina que tomaran, para despedirse, una cerveza en la barra del bar de la esquina.

A manera de cábala, Larsen decía al chocar las copas: “Si me pasa algo, si me quedo congelado allá arriba, si me caigo desde una roca y me quiebro el pescuezo, vos violentás el cajón de mi escritorio y quemás todo, Fernández. No dejás rastro de nada. Quemás todo”.

Fernández se lo prometió la última vez y se tomó un avión a Córdoba.

Cinco días después se enteró de que Larsen había muerto en Mendoza sin el menor esfuerzo: el día previo a la expedición, fumándose una pipa frente a una chimenea de leños, le dio un infarto masivo y murió al instante.

Consternado por la noticia y apremiado por la situación, Fernández llamó desde La Cumbrecita a sus compañeros para que abrieran el cajón del escritorio y despedazaran su contenido.

Pero ya era tarde: después del sepelio le habían enviado a la viuda una encomienda con todas las pertenencias del finado.

Lleno de remordimientos, Fernández dejó un mensaje de condolencias en el teléfono de la mujer y regresó en silencio a Buenos Aires.

No supo nada de ella hasta once meses más tarde, cuando la viuda lo llamó para pedirle un favor y quedaron en tomar un café.

Se citaron un martes lluvioso, y ella se sentó en el mismo taburete en el que se sentaba Larsen a ver llover desde la barra. Era una cuarentona fibrosa y rubia, que fumaba cigarrillos negros y que tenía una mirada verde y lúcida.

Se llamaba Mónica. En diez minutos se sacó de encima el trámite y las palabras de circunstancia, y fue directo al grano.

-¿Larsen te habló de Silvia? -le preguntó clavándole los ojos. Ante terceros, Mónica no nombraba a su esposo por su nombre, sino por su apellido, y eso a Fernández siempre le había causado gracia. Pero esa tarde no se la causaba.

-¿Quién es Silvia? -repreguntó sin sentirse culpable ni mentiroso. Nunca Larsen le había hablado de Silvia ni de ninguna mujer en especial. Habían elogiado, como hacen todos, los accidentes geográficos de algunas compañeras de trabajo, pero la cosa nunca había pasado de ese deporte masculino que las mujeres también frecuentan aunque con mayor malicia.
-Silvia era la amante de Larsen -dijo la viuda sin pestañear-. En ese cajón tenía trescientas cartas de amor y un pañuelo perfumado.

-No te puedo creer -dijo Fernández, y ahora sí se sintió un miserable. Trató de arreglarla y la empeoró. -¿Un pañuelo perfumado? Qué cursi.

-No lo puedo ver de la misma manera -dijo Mónica lenta y gravemente, y tomó un sorbo de su capuchino-. Me parece algo muy romántico.

-¡Y trescientas cartas! -replicó Fernández sin escucharla, a ciento veinte pulsaciones por minuto-. Cuánta paciencia y cuánta literatura desperdiciada.

-¿Podemos hablar en serio? -lo cortó. Fernández cerró la boca. Mónica apagó el cigarrillo mirando la calle y habló con otro tono, habló en serio. -Esos trescientos e-mails me aliviaron el dolor.

El odio lo tapa todo. No sabés cómo lo odié durante esos días. Le deseaba la muerte. Pero ya estaba muerto, y lamentaba que hubiera sido tan fácil, que no hubiera sufrido nada.

Me sentí mal por esos pensamientos, y lo extrañaba, y no le perdonaba que se hubiera muerto y que me hubiera traicionado con otra, y andaba llorando por los rincones de rabia y de pena. Todo como en una licuadora.

Hizo otra pausa tabacal y tomó de un trago el vaso de agua helada. Luego exhaló una larga bocanada de humo que se pareció mucho a un suspiro, y siguió adelante:

-Pero esas cartas me tenían agarrada del cuello. Volvía a ellas una y otra vez. Las leía de adelante para atrás y de atrás para adelante. Estuve varias veces a punto de tirarlas a la basura.

Una noche, cuando oí desde la cama que venía el camión recolector, salí en corpiño y bombacha a la calle para rescatarlas de la bolsa de residuos.

¡Estaba loca con esas cartas! Hasta que después de leerlas diez veces, las leí por primera vez.

Me acuerdo de que fue una mañana de sábado, las nenas estaban en el club y el jardinero hacía un poco de ruido afuera. Me senté en la cocina con una taza de té y empecé a leerlas sin dolor.

Fernández pidió un jugo de naranja para salir del paso. La esposa de Larsen tenía la vista perdida. Fernández, en ese momento de miedo glacial, la valoró mejor: era una mujer sensual y valiente.

-Trescientos e-mails de ida y de vuelta -dijo ella sin tragar saliva-. Una especie de diario erótico. Comenzó hace tres años y con el correr del tiempo se fue haciendo más espeso. Al principio, hablaban de desesperación por verse y tocarse, después empezaron a hablar de amor y de irse a vivir juntos.

De repente Mónica movió la cabeza y sonrió con amargura. -Se lo notaba tan feliz a Larsen, vos vieras. Era de nuevo aquel adolescente que noviaba conmigo. Te juro que esa mañana, mientras leía y se me helaba el té, además de bronca le tuve una especie… No sé, una especie de envidia. Esa pasión del comienzo no se vuelve a tener nunca más.

Una moza le trajo a Fernández el jugo. Mónica tenía los ojos brillantes.

-Pero lo más importante no estaba en esas primeras cartas, sino más adelante, cuando la cosa se alargaba y Larsen no podía tomar una decisión. Silvia es fonoaudióloga, ¿te conté? Sí, una chica separada que se había enamorado de mi marido. Pero el tipo, créeme, el tipo no hacía más que escribirle sobre mí. Largos textos contando lo grandiosa que yo era, lo que había hecho por él y lo que hicimos aquel fin de semana y el anterior. Y Silvia, que es inteligente, le llevaba la corriente. Y hubo un momento en el que sólo se escribían para elogiarme, como si fueran mis dos jefes de prensa.

Mónica se empezó a reír y Fernández temió que se pusiera a llorar, pero en el último escalón de la carcajada ella se enderezó y le dijo:

-Conseguí su dirección y estuve varias semanas pensando en ir a verla, en pasarle por encima con la camioneta. Pero lo único que hice fue mandarle un correo electrónico: “Sé quién sos. Quiero que nos veamos cara a cara”.

-Te lo respondió al toque.

-Tardó diez días en atreverse a responderme. Nos citamos en El Querandí. Ella podía reconocerme fácilmente: Larsen le daba fotos mías para que viera lo bien que me conservaba.

-¿Cómo era Silvia? -se atrevió Fernández, protegido por el jugo.

-¿Cómo era Silvia? -repitió y se encogió de hombros-. Una cuarentona bien conservada. Otra viuda.

-¿Y qué pasó?

-Hablamos horas y horas. Nos levantábamos de vez en cuando para ir a llorar al baño y volvíamos a trenzarnos. Nunca pudimos levantar la voz. En realidad, no discutíamos. Sólo hablábamos de Larsen. Lo insultábamos y lo adorábamos. Así, sin solución de continuidad. Al final, cuando ya estábamos pagando la cuenta y nos habíamos pasado todas las facturas, le devolví su pañuelo. Ella se lo quedó mirando y después me dijo: “A vos, Larsen te rompió el corazón una vez; a mí, me lo rompió diez veces. Vos eras la montaña más alta, y allá arriba vivían solamente ustedes dos. Y yo, por más que escalaba y escalaba, nunca pude llegar. Nunca”. Cuando salí del café no sentía tristeza, ni bronca, ni frío, ni calor. Estaba limpia. Por primera vez en tanto tiempo estaba limpia, Fernández.

-¿Por qué me contás todo esto?

-Silvia me dijo que Larsen te consideraba su único amigo verdadero y que tenías la misión de quemar todo si a él le pasaba algo. -Afuera había dejado de llover. Mónica recogió su cartera para irse. -Te agradezco mucho que hayas llegado tarde.

Jorge Fernández Díaz

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