de Mario Vargas Llosa
(Alfaguara, Buenos Aires, 2010, 464 páginas)
La nota va a centrarse en los aspectos literarios de esta novela y a dejar de lado la posición política de Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936), que asegura que el liberalismo logrará un mayor grado de desarrollo económico y espiritual del ser humano. De allí su participación en el encuentro organizado recientemente en Buenos Aires por la Mont Pelerin Society, institución fundada por el economista neoliberal Von Hayek. Además, recordemos que en su discurso de recepción del premio Nobel consideró a Bolivia como “algunas de las seudodemocracias populistas y payasas”.
Es una excelente novela, pese a no alcanzar los niveles cimeros de producciones anteriores del escritor como, por ejemplo, La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en La Catedral, Los cachorros y La guerra del fin del mundo. Ante todo exhibe una prosa segura, que no necesita del registro alambicado para demostrar su maestría; enuncia bellas y creativas imágenes sin perder sobriedad y los períodos extensos poseen entonaciones que modulan magníficos ascensos y descensos del ritmo.
La narración, escrita en tercera persona, adopta un punto de vista omnisciente desde el punto de vista de Roger Casement, un diplomático británico de origen irlandés que está siempre presente en esta historia.
Un clima de sortilegio y de mágica leyenda se apropia del libro a poco de comenzar (“el África, un continente cuya sola mención le llenaba la cabeza de bosques, fieras, aventuras y hombres intrépidos”). Pero lo que deslumbra es la ardua investigación histórica y geográfica que realizó el autor acerca del Congo Belga, la Amazonía Peruana e Irlanda, en el período que va desde fines del siglo XIX a principios del XX. La lectura permite apreciar un riquísimo vocabulario que describe las costumbres, ritos y labores de los africanos y de los aborígenes peruanos.
En última instancia, la novela relata los últimos días de vida del irlandés Roger Casement en la Pentoville Prison (Londres), antes de ser ejecutado en la horca el 3 de agosto de 1916 (había nacido el 1 de setiembre de 1864). Mientras espera el cumplimiento de su condena, distintos flashbacks evocan sus experiencias como explorador y diplomático del Foreign Office.
El sueño del celta presenta la cruel colonización del África que emprendieron el Imperio Británico y la Bélgica de Leopoldo II con el objetivo –reiteradamente expuesto por el monarca mencionado- de lograr la civilización y la evangelización de los nativos: “¿Podía llamarse civilizadores a esas bestias de la Force Publique que robaban todo lo que podían en las expediciones punitivas? (...) Porque los soldados de la Force Publique les cortaron las manos y los penes o se los aplastaron a machetazos”. La ferocidad de los expedicionarios y soldados belgas fue más allá de lo imaginable, y la defendieron con un cinismo recalcitrante. Respecto al célebre y elogiado explorador Henry Morton Stanley, “Casement llegó a la conclusión de que el héroe de su infancia y juventud era uno de los pícaros más inescrupulosos que había excretado el Occidente sobre el continente africano”.
Pero el barbarismo de las caucherías en Perú no es menos inescrupuloso: “Para ellos los indígenas amazónicos no eran, propiamente hablando, seres humanos, sino una forma inferior y despreciable de la existencia”. Se comprueba que los excesos de la Peruvian Amazon Company no le iban en zaga a los de los brutales belgas.
Como típica característica de la novela moderna, El sueño del celta imbrica la narrativa y el ensayo, aunque por tramos el exceso de información resulta contraproducente al amortiguar el vigor de la ficción. Así, pese a mostrar la estructura narrativa un oficio deslumbrante, no logra acercarse al alma de Roger Casement: apenas se adentra en sus repliegues psíquicos y sólo transmite su ideario y sus reacciones políticas (“Si algo he aprendido en el Congo, es que no hay peor fiera sanguinaria que el ser humano”).
Vargas Llosa no se cansa de referir a lo largo del libro la despiadada rapiña y las atroces matanzas llevadas a cabo en el Congo y en Perú, pero, por momentos, se vuelve reiterativo. Así, el capítulo sobre la Amazonía es demasiado extenso.
Roger Casement sostiene conversaciones con gente preparada –artistas, sacerdotes, médicos, empresarios, prefectos- y ello permite que abunden diálogos inteligentes y jugosos. El periodista Edmund D. Morel –un personaje histórico- afirmaba: “Si los hombres estamos hechos para el mal y lo llevamos en el alma ¿por qué luchar entonces para poner remedio a lo que es irremediable”.
En determinado momento Roger Casement hace un clic y medita que “allá, en el Congo, conviviendo con la injusticia y la violencia, había descubierto la gran mentira que era el colonialismo y había empezado a sentirse un `irlandés`, es decir, ciudadano de un país ocupado por un Imperio que había desangrado y desalmado a Irlanda”. Y aquí el protagonista pierde el rumbo, porque se sumerge en el fanatismo a ultranza y con el fin de liberar a su país se asocia al ejército del Káiser, que estaba en guerra con el Imperio. Se describe un famoso Alzamiento de Semana Santa en Dublín, durante el cual Gran Bretaña perpetra una tremenda masacre de irlandeses.
Aunque Vargas Llosa no cesa de manifestar su admiración desmesurada por el economista Milton Friedman -que consideró la codicia como la más excelsa virtud humana-, compone con El sueño del celta una notable novela, y en el citado discurso pronunciado en Estocolmo aseguró “que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias”.
Germán Cáceres
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