F Un hipopótamo en Lund - Carlos Sánchez Viamonte

Un hipopótamo en Lund

En un bonito libro que salió el año pasado, Del come rico­nocsere i santi -identificación confiada al relato de Stefano Jaco­muzzi y e! diseño de Gigi Cappa Bava- se narra un episodio de la infancia de San Luis Gonzaga. Un pariente, viéndolo jugar, le preguntó qué haría si supiera que había de morir pocos minu­tos después; y el niño, tranquilo, respondió: «Seguiría jugando.» Si esta anécdota es fidedigna, Luis se merece la aureola por ella bastante más que por otros gestos compungidos, que una oleo­grafía a menudo fastidiosamente pudibunda le atribuye y que no están a la altura de la grandeza de los verdaderos santos, los cuales no son vacilantes meapilas sino azarosos navegantes en el mar inexplicable de la existencia.



Este apólogo sugiere muchas cosas. En primer lugar, la es­túpida y amonestadora gravedad del adulto, que necesita darse importancia con pensamientos elevados porque no es capaz de vivir, tan sólo vivir: necesita tener metas y compromisos que le distraigan de esta impotencia, no sabe ir errante puesto que siempre ha de ir a algún sitio, desprecia la fútil hora presente y la programa con vistas al futuro. Cuando este adulto ve que al­guien, como el niño, vive y juega descuidado de preocupaciones y fines, no tolera la presencia a su lado de esa libertad que le hace sentirse humillado por su ampulosa miseria, y recurre a la autoridad represiva más alta, a la muerte, que ostenta la plena solemnidad de toda autoridad: cualquier rito, aun el más ino­cente como la inauguración de un año académico o de una ex­posición, es de alguna manera un rito fúnebre; quien corta la cinta o pone la primera piedra es siempre, un poco, uno que arroja con decoro un puñado de tierra.

El familiar de Luis quiere que el niño no piense en el juego, sino en la muerte o futuro, porque la muerte es la culminación de todo futuro. Dada su angosta devoción, quizás tenga inten­ción de conducirlo al pensamiento de la fe, pero el niño sigue jugando precisamente porque está inundado por la Gracia, por el Evangelio que invita a dejar que cada día lleve su pena sin acrecentada con la de! mañana, a no destruir la vida con la preo­cupación de conservada. El juego del niño -no sé por qué, pero me le imagino sencillamente corriendo de un lado para otro- se basta a sí mismo, no necesita nada más, ni plegarias ni cartillas ni mociones conclusivas. Se asemeja a la felicidad sin llevar con­sigo la estulta arrogancia que tiene a menudo cualquier supues­ta felicidad.

Es arduo acercarse a la infancia, a ese niño que corre de acá para allá en una carrera que contiene al mundo ya las cosas que son sus compañeras de juego. Es fácil hablar de los juguetes desde un punto de vista sociológico o pedagógico, estudiados como productos de una cultura impuesta y apreciar o deplorar sus efectos educativos; es inevitable anhelados con nostalgia sentimental cuando nos recuerdan nuestra infancia, una esta­ción que identificamos con la poesía de la vida mientras que sólo fue el tiempo de nuestro descubrimiento de la poesía de la vida, según modos y formas ni mejores ni peores que los de otras generaciones.

Al ser su cualidad esencial difícilmente accesible, el juguete se vuelve misterioso cual objeto donde se condensa e! absoluto presente de! niño que juega con él, la autosuficiencia de la rea­lidad repentinamente preñada de significado. No hay muchos niños -niños creíbles, no insoportables y falsos muñecos- entre los grandes personajes de la literatura universal, y tampoco hay muchos juguetes. Algunos grandes escritores, desde Hoffman a Baudelaire, han captado el aspecto enigmático o siniestro de los juguetes, la inquietante rareza que aparece de improviso en el hocico de un mono de trapo abandonado en el suelo o en la mueca de un papagayo.

Los cuentos de Hoffmann retratan magistralmente esta ambigüedad de los juguetes que transforma su familiar ternura en una amenaza, como si muñecas, soldaditos, caballitos meced o res y osos de trapo fueran también, o sobre todo, una armada nocturna que espera el momento de sublevarse enemiga, y mientras tanto se desborda pavorosa en los sueños y las pesadillas de quien hasta poco antes había estado jugando cariñosa mente con ella. Esta alevosa reticencia o perfidia, que ciertos es­critores dejan trasparentar en los caballeros de plomo o en los payasos de trapo, simboliza la oscura inquietud de la infancia, sus ambivalencias, los traumas y las escisiones, los dolores y las crueldades que marcan con profundas cicatrices el crecimiento de una persona. Un perro de trapo con sus bizcos ojos de cristal puede ser la primera epifanía de la indiferencia de las cosas, de la soledad y la melancolía de la vida.

Este aspecto del juguete es el más fácil de representar, pintar muñecas perversas no requiere demasiada fantasía. Es mucho más complejo atrapar el secreto de la familiaridad sin falseada en una papilla insulsa. Las exposiciones o los museos de juguetes son didácticos en general. Aunque no puedan evocar el no­tiempo del juego, hablan de la historia de cómo y cuándo fue­ron organizados, sugeridos o impuestos los juegos; alinean cate­gorías -aviones y osos, mecanos y robots- pero no ponen de manifiesto la irrepetible individualidad que un juguete adquie­re en la vida de una persona. El inevitable desacierto de casi to­dos los museos y las exposiciones es el del profesor, que siempre quiere enseñar y explicar algo en vez de mostrado sin más, como hace la poesía; quizá el mejor museo sería un almacén sin pre­tensiones, excepto la de dar la posibilidad a cualquiera de ir a ver qué le gusta en ese momento, sin ser sometido a recorridos di­dascálicos e instalaciones funambulescas.

En el Museo de Historia Cultural de Lund, en una sala poco vis­tosa -que la atracción de una cercana y más ambiciosa exposición de cerámicas puede hacer que pase desapercibida- hay un modes­to y encantador mundo de juguetes, sencillamente agrupados unos con otros como si hubieran sido colocados en su sitio, pero no de­masiado, cuando los niños se han ido a dormir. Hay poquísimas explicaciones, ningún comentario; ni rastro de un catálogo. Los ju­guetes abarcan unos cien años de infancia, más o menos desde me­diados del siglo pasado hasta nuestros años cincuenta.

Una intimidad acogedora reina en la pequeña sala que al­berga encantos y tristezas de la infancia. Una intimidad que se encuentra por todas partes en esta antigua y pequeña ciudad sueca, con sus calles tranquilas, las casas bajas que muestran a través de las ventanas sin cortinas recogidos intérieurs domésti­cos, la catedral románica, robusta fortaleza de la fe, y la plurise­cular universidad, rica en tradiciones conservadas con lozanía. En Suecia se disfruta de la señorial y festiva curiosidad intelec­tual de gente que se interesa por otras cosas, por lo que llega del otro lado de la frontera, completamente libre de esa afanosa in­seguridad que condena a tantos pueblos y culturas (especial­mente en Mitteleuropa) a estar obsesionados por sí mismos y por su identidad, a requerir sin cesar atestados de estima y con­sideración. Una de las mayores injusticias de la vida es la mali­ciosamente reconocida por el Evangelio: a quien tiene le será dado, a quien no tiene se le quitará incluso lo poco que tiene. Quien está bien -individuo o pueblo-, quien se ve libre de la necesidad, el avasallamiento y la inferioridad a menudo es ge­neroso y simpático, mientras que quien está hambriento y es humillado, en algunas ocasiones se vuelve desagradable por su insistente y resentido afán de autoafirmación.

El hipopótamo de trapo del museo de Lund vale lo que el burro que el príncipe Myskin, el idiota de Dostoievski, ve pas­tar en el prado suizo y no logra olvidar. Corpulento como un bulldog de verdad, está todo deslustrado y rasgado, más arriba del hocico faltan los ojos de cristal, pero, en su lugar, las señales de la tela que se ha desgastado son dos ojos más auténticos: pa­recen la mirada miope y bonachona de quien no se fía demasia­do de las cosas, como ciertos simpáticos vejetes que se empeñan en no ponerse las gafas y entre cierran los párpados para mirar. El hipopótamo es tosco y gracioso, tiene las patas torcidas y un amplio trasero, el aire de quien va por ahí tambaleándose in­cierto y deseando tan sólo que se le deje en paz; es una pobre criatura que muestra en sus lomos todos los palos que la vida y la historia le han infligido, pero les contrapone una tranquila dignidad toda suya subrayada por los remiendos.

Cerca de él, una oveja mecedora pierde un poco del todavía tupido pelo rojizo, hay muñecas acomodadas en lindas y cálidas casitas con los tejados a dos aguas, un trencito se ha parado al lado de una silla, soldados a pie y a caballo dibujan la embaru­llada geometría de una batalla y sugieren el pathos de estar a la defensiva contra el caos, algunos cubos componen sobre una balda móviles figuras, alteradas de vez en cuando por una cara del cubo colocada en una posición equivocada, bizarras e ino­centes quimeras. Los juguetes son viejos, delatan la índole dete­riorable de las cosas y de la existencia, la desolación de tantos días de la infancia, pero también una tenaz resistencia contra la consunción. El hipopótamo le planta cara a la intemperie del tiempo no menos esforzadamente que los húsares rojoazules; la vida ataraza, pero en el fondo un buen par de pantalones se pue­de remendar muchas veces.

Me gustaría escuchar la historia del hipopótamo, saber qué ha visto, en qué habitaciones fue zarandeado y mimado, cuál ha sido el destino de quien jugó con él. Ese hocico huraño repro­cha que siempre se deje de jugar demasiado pronto; también con todos los demás juguetes, obviamente, por ejemplo los elec­trónicos, no menos seductores para la fantasía que las viejas construcciones con los cubos de madera. Fuera de esta sala, la vida adulta concede bastante poco a la seriedad y la pasión del juego, las sofoca con la frivolidad del compromiso. Jugar, de por sí, sería fácil; cualquier cosa puede convertirse en un juguete, una caja de cerillas vacía, un botón. Un amigo pediatra me ha contado de un niño gravemente enfermo de leucemia que, nada más acabar con el gota a gota, cogía el asta de metal usada para colgar los medicamentos y echaba a correr esgrimiéndola por los pasillos: en aquel momento estaba en unos divertidos autos de choque de un parque de atracciones. No es necesario leer las vi­das de los santos para ver cómo se debería vivir.

9 de diciembre de 1990
Claudio Magris, El infinito viajar

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