Los ojos de Celina, cuento de Bernardo Kordon
En la tarde blanca de calor, los ojos de Celina me parecieron dos pozos de agua fresca. No me retiré de su lado, como si en medio del algodonal quemado por el sol hubiese encontrado la sombra de un sauce. Pero mi madre opinó lo contrario: “Ella te buscó, la sinvergüenza.” Estas fueron sus palabras. Como siempre no me atreví a contradecirle, pero si mal no recuerdo fui yo quien se quedó al lado de Celina con ganas de mirarla a cada rato. Desde ese día la ayudé en la cosecha, y tampoco esto le pareció bien a mi madre, acostumbrada como estaba a los modos que nos enseñó en la familia. Es decir, trabajar duro y seguido, sin pensar en otra cosa. Y lo que ganábamos era para mamá, sin quedarnos con un solo peso. Siempre fue la vieja quien resolvió todos los gastos de la casa y de nosotros.
Mi hermano se casó antes que yo, porque era el mayor y también porque la Roberta parecía trabajadora y callada como una mula. No se metió en las cosas de la familia y todo siguió como antes. Al poco tiempo ni nos acordábamos que había una extraña en la casa. En cambio con Celina fue diferente. Parecía delicada y no resultó muy buena para el trabajo. Por eso mi mamá le mandaba hacer los trabajos más pesados del campo, para ver si aprendía de una vez.
Para peor a Celina se le ocurrió que como ya estábamos casados, podíamos hacer rancho aparte y quedarme con mi plata. Yo le dije que por nada del mundo le haría eso a mamá. Quiso la mala suerte que la vieja supiera la idea de Celina. La trató de loca y nunca la perdonó. A mí me dio mucha vergüenza que mi mujer pensara en forma distinta que todos nosotros. Y me dolió ver quejosa a mi madre. Me reprochó que yo mismo ya no trabajaba como antes, y era la pura verdad. Lo cierto es que pasaba mucho tiempo al lado de Celina. La pobre adelgazaba día a día, pero en cambio se le agrandaban los ojos. Y eso justamente me gustaba: sus ojos grandes. Nunca me cansé de mirárselos.
Pasó otro año y eso empeoró. La Roberta trabajaba en el campo como una burra y tuvo su segundo hijo. Mamá parecía contenta, porque igual que ella, la Roberta paría machitos para el trabajo. En cambio con Celina no tuvimos hijos, ni siquiera una nena. No me hacían falta, pero mi madre nos criticaba. Nunca me atreví a contradecirle, y menos cuando estaba enojada, como ocurrió esa vez que nos reunió a los dos hijos para decirnos que Celina debía dejar de joder en la casa y que de eso se encargaría ella. Después se quedó hablando con mi hermano y esto me dio mucha pena, porque ya no era como antes, cuando todo lo resolvíamos juntos. Ahora solamente se entendían mi madre y mi hermano. Al atardecer los vi partir en el sulky con una olla y una arpillera. Pensé que iban a buscar un yuyo o un gualicho en el monte para arreglar a Celina. No me atreví a preguntarle nada. Siempre me dio miedo ver enojada a mamá.
Al día siguiente mi madre nos avisó que el domingo saldríamos de paseo al río. Jamás se mostró amiga de pasear los domingos o cualquier otro día, porque nunca faltó trabajo en casa o en el campo. Pero lo que más me extrañó fue que ordenó a Celina que viniese con nosotros, mientras Roberta debía quedarse a cuidar la casa y los chicos.
Ese domingo me acordé de los tiempos viejos, cuando éramos muchachitos. Mi madre parecía alegre y más joven. Preparó la comida para el paseo y enganchó el caballo al sulky. Después nos llevó hasta el recodo del río.
Era mediodía y hacía un calor de horno. Mi madre le dijo a Celina que fuese a enterrar la damajuana de vino en la arena húmeda. Le dio también la olla envuelta en arpillera:
—Esto lo abrís en el río. Lavá bien los tomates que hay adentro para la ensalada.
Quedamos solos y como siempre sin saber qué decirnos. De repente sentí un grito de Celina que me puso los pelos de punta. Después me llamó con un grito largo de animal perdido. Quise correr hacia allí, pero pensé en brujerías y me entró un gran miedo. Además mi madre me dijo que no me moviera de allí.
Para peor a Celina se le ocurrió que como ya estábamos casados, podíamos hacer rancho aparte y quedarme con mi plata. Yo le dije que por nada del mundo le haría eso a mamá. Quiso la mala suerte que la vieja supiera la idea de Celina. La trató de loca y nunca la perdonó. A mí me dio mucha vergüenza que mi mujer pensara en forma distinta que todos nosotros. Y me dolió ver quejosa a mi madre. Me reprochó que yo mismo ya no trabajaba como antes, y era la pura verdad. Lo cierto es que pasaba mucho tiempo al lado de Celina. La pobre adelgazaba día a día, pero en cambio se le agrandaban los ojos. Y eso justamente me gustaba: sus ojos grandes. Nunca me cansé de mirárselos.
Pasó otro año y eso empeoró. La Roberta trabajaba en el campo como una burra y tuvo su segundo hijo. Mamá parecía contenta, porque igual que ella, la Roberta paría machitos para el trabajo. En cambio con Celina no tuvimos hijos, ni siquiera una nena. No me hacían falta, pero mi madre nos criticaba. Nunca me atreví a contradecirle, y menos cuando estaba enojada, como ocurrió esa vez que nos reunió a los dos hijos para decirnos que Celina debía dejar de joder en la casa y que de eso se encargaría ella. Después se quedó hablando con mi hermano y esto me dio mucha pena, porque ya no era como antes, cuando todo lo resolvíamos juntos. Ahora solamente se entendían mi madre y mi hermano. Al atardecer los vi partir en el sulky con una olla y una arpillera. Pensé que iban a buscar un yuyo o un gualicho en el monte para arreglar a Celina. No me atreví a preguntarle nada. Siempre me dio miedo ver enojada a mamá.
Al día siguiente mi madre nos avisó que el domingo saldríamos de paseo al río. Jamás se mostró amiga de pasear los domingos o cualquier otro día, porque nunca faltó trabajo en casa o en el campo. Pero lo que más me extrañó fue que ordenó a Celina que viniese con nosotros, mientras Roberta debía quedarse a cuidar la casa y los chicos.
Ese domingo me acordé de los tiempos viejos, cuando éramos muchachitos. Mi madre parecía alegre y más joven. Preparó la comida para el paseo y enganchó el caballo al sulky. Después nos llevó hasta el recodo del río.
Era mediodía y hacía un calor de horno. Mi madre le dijo a Celina que fuese a enterrar la damajuana de vino en la arena húmeda. Le dio también la olla envuelta en arpillera:
—Esto lo abrís en el río. Lavá bien los tomates que hay adentro para la ensalada.
Quedamos solos y como siempre sin saber qué decirnos. De repente sentí un grito de Celina que me puso los pelos de punta. Después me llamó con un grito largo de animal perdido. Quise correr hacia allí, pero pensé en brujerías y me entró un gran miedo. Además mi madre me dijo que no me moviera de allí.
Celina llegó tambaleándose como si ella sola hubiese chupado todo el vino que llevó a refrescar al río. No hizo otra cosa que mirarme muy adentro con esos ojos que tenía y cayó al suelo. Mi madre se agachó y miró cuidadosamente el cuerpo de Celina. Señaló:
—Ahí abajo del codo.
—Mismito allí picó la yarará —dijo mi hermano.
Observaban con ojos de entendidos. Celina abrió los ojos y volvió a mirarme.
—Una víbora —tartamudeó—. Había una víbora en la olla.
Miré a mi madre y entonces ella se puso un dedo en la frente para dar a entender que Celina estaba loca. Lo cierto es que no parecía en su sano juicio: le temblaba la voz y no terminaba las palabras, como un borracho de lengua de trapo.
Quise apretarle el brazo para que no corriese el veneno, pero mi madre dijo que ya era demasiado tarde y no me atreví a contradecirle. Entonces dije que debíamos llevarla al pueblo en el sulky. Mi madre no me contestó. Apretaba los labios y comprendí que se estaba enojando. Celina volvió a abrir los ojos y buscó mi mirada. Trató de incorporarse. A todos se nos ocurrió que el veneno no era suficientemente fuerte. Entonces mi madre me agarró del brazo.
—Eso se arregla de un solo modo —me dijo—. Vamos a hacerla correr.
Mi hermano me ayudó a levantarla del suelo. Le dijimos que debía correr para sanarse. En verdad es difícil que alguien se cure en esta forma: al correr, el veneno resulta peor y más rápido. Pero no me atreví a discutirle a mamá y Celina no parecía comprender gran cosa. Solamente tenía ojos —¡qué ojos!— para mirarme, y me hacía sí con la cabeza porque ya no podía mover la lengua.
Entonces subimos al sulky y comenzamos a andar de vuelta a casa. Celina apenas si podía mover las piernas, no sé si por el veneno o el miedo de morir. Se le agrandaban más los ojos y no me quitaba la mirada, como si fuera de mí no existiese otra cosa en el mundo. Yo iba en el sulky y le abría los brazos como cuando se enseña a andar a una criatura, y ella también me abría los brazos, tambaleándose como un borracho. De repente el veneno le llegó al corazón y cayó en la tierra como un pajarito.
La velamos en casa y al día siguiente la enterramos en el campo. Mi madre fue al pueblo para informar sobre el accidente. La vida continuó parecida a siempre, hasta que una tarde llegó el comisario de Chañaral con dos milicos y nos llevaron al pueblo, y después a la cárcel de Resistencia.
Dicen que fue la Roberta quien contó en el pueblo la historia de la víbora en la olla. ¡Y la creímos tan callada como una mula! Siempre se hizo la mosquita muerta y al final se quedó con la casa, el sulky y lo demás.
—Ahí abajo del codo.
—Mismito allí picó la yarará —dijo mi hermano.
Observaban con ojos de entendidos. Celina abrió los ojos y volvió a mirarme.
—Una víbora —tartamudeó—. Había una víbora en la olla.
Miré a mi madre y entonces ella se puso un dedo en la frente para dar a entender que Celina estaba loca. Lo cierto es que no parecía en su sano juicio: le temblaba la voz y no terminaba las palabras, como un borracho de lengua de trapo.
Quise apretarle el brazo para que no corriese el veneno, pero mi madre dijo que ya era demasiado tarde y no me atreví a contradecirle. Entonces dije que debíamos llevarla al pueblo en el sulky. Mi madre no me contestó. Apretaba los labios y comprendí que se estaba enojando. Celina volvió a abrir los ojos y buscó mi mirada. Trató de incorporarse. A todos se nos ocurrió que el veneno no era suficientemente fuerte. Entonces mi madre me agarró del brazo.
—Eso se arregla de un solo modo —me dijo—. Vamos a hacerla correr.
Mi hermano me ayudó a levantarla del suelo. Le dijimos que debía correr para sanarse. En verdad es difícil que alguien se cure en esta forma: al correr, el veneno resulta peor y más rápido. Pero no me atreví a discutirle a mamá y Celina no parecía comprender gran cosa. Solamente tenía ojos —¡qué ojos!— para mirarme, y me hacía sí con la cabeza porque ya no podía mover la lengua.
Entonces subimos al sulky y comenzamos a andar de vuelta a casa. Celina apenas si podía mover las piernas, no sé si por el veneno o el miedo de morir. Se le agrandaban más los ojos y no me quitaba la mirada, como si fuera de mí no existiese otra cosa en el mundo. Yo iba en el sulky y le abría los brazos como cuando se enseña a andar a una criatura, y ella también me abría los brazos, tambaleándose como un borracho. De repente el veneno le llegó al corazón y cayó en la tierra como un pajarito.
La velamos en casa y al día siguiente la enterramos en el campo. Mi madre fue al pueblo para informar sobre el accidente. La vida continuó parecida a siempre, hasta que una tarde llegó el comisario de Chañaral con dos milicos y nos llevaron al pueblo, y después a la cárcel de Resistencia.
Dicen que fue la Roberta quien contó en el pueblo la historia de la víbora en la olla. ¡Y la creímos tan callada como una mula! Siempre se hizo la mosquita muerta y al final se quedó con la casa, el sulky y lo demás.
Lo que sentimos de veras con mi hermano fue separamos de la vieja, cuando la llevaron para siempre a la cárcel de mujeres. Pero la verdad es que no me siento tan mal. En la penitenciaría se trabaja menos y se come mejor que en el campo. Solamente que quisiera olvidar alguna noche los ojos de Celina cuando corría detrás del sulky.
Encuentre libros de Bernardo Kordon en nuestro catálogo.
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