F Frankenstein, 200 años moderno - Carlos Sánchez Viamonte

Frankenstein, 200 años moderno

El 1 de enero de 1818 se publicó una modesta edición de la mítica novela en la que una precoz Mary W. Shelley plasmó los dilemas y avances de su época.


Frankenstein nació de algo más que el desafío de Lord Byron junto a una chimenea con vistas al lago Lemán en el verano más frío del siglo XIX. Todo lo depositado por Mary Wollstonecraft Shelley en la narración que alumbraría un mito universal —inspirador de casi un millar de obras entre el cine, el teatro y el cómic— tiene relación con las circunstancias extraordinarias que la rodearon desde que nació el 30 de agosto de 1797 en Londres. A su alrededor el viejo mundo se había disgregado tras un atracón de revoluciones. La industrial se hallaba en plena sobreexcitación gracias al perfeccionamiento de la máquina de vapor de James ­Watt. La política digería la sobredosis de guillotina de Robespierre y compañía abrazando la vuelta al orden. Las ideas y la ciencia (aún llamada filosofía natural) se removían igual de convulsas, con las teorías de Lavoisier que inauguran la química moderna o las expediciones a los polos para profundizar en el magnetismo. Y todas aquellas revoluciones tomaban el té en su casa atraídas por su padre, el novelista y filósofo radical William Godwin (1756-1836), partidario de abolir la propiedad y contrario a toda forma de gobierno. El primer anarquista.

El propio entorno doméstico se forja contra la convención. Godwin vivía con su segunda esposa, Mary Jane Clairmont, y cinco hijos de diferentes orígenes biológicos en lo que hoy sería una moderna familia reconstituida. Mary W. Shelley crece marcada por el pensamiento de su madre, la escritora y filósofa Mary Wollstonecraft (1759-1797), que la invita a formarse como una ciudadana concienciada antes que una esposa sumisa. Una madre ausente, cuya tumba era un frecuente rincón de lectura. La autora trasladará su experiencia de orfandad a la criatura literaria, que esparce dolor y muerte porque no tiene quien le quiera.

Boris Karloff en Frankenstein, de James Whale.

En 1792, tras el éxito de un ensayo en defensa de la Revolución Francesa, Mary Wollstonecraft publicó Vindicación de los derechos de las mujeres, donde exigía la educación para las niñas: “Para hacer el contrato social verdaderamente equitativo, y con el fin de extender aquellos principios esclarecedores que solo pueden mejorar el destino del hombre, debe permitirse a las mujeres encontrar su virtud en el conocimiento, lo que es apenas posible a menos que sean educadas mediante las mismas actividades que los hombres”. Se considera el primer tratado feminista, en paralelo a la Declaración Universal de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana redactada por la francesa Olympe de Gouges, decapitada en París por querer llevar los derechos humanos demasiado lejos.

Si el pensamiento de Mary Woll­stonecraft resultaba transgresor en sí mismo, su vida encarnó varios mitos románticos por sus desamores y sus dos tentativas de suicidio. Entre el episodio del láudano y el del río Támesis viajó por Escandinavia con su primera hija, Fanny, y una niñera. De la experiencia saldría un libro de viajes que entusiasmó a William Godwin: “Si alguna vez se escribió una obra con la intención de que un hombre se enamorara del autor, me parece que es esta”. Los dos escritores se hacen amigos, amantes y, por último, cónyuges entre burlas de la prensa conservadora (Godwin se había manifestado contra al matrimonio en escritos públicos). El miércoles 30 de agosto de 1797 nace la única hija de ambos, Mary. La filósofa ha pasado las contracciones leyendo en voz alta El joven Werther, de Goethe, con su marido. El mismo libro que en el futuro disfrutará en la ficción un engendro de dos metros y medio de altura y labios negros.

Tal vez Mary no se educó como habría deseado su madre, fallecida a los 11 días del parto, pero su padre estimuló su intelecto desde primera hora. Los biógrafos sugieren que creció con más pensadores que afectos. “Se sentía sola a menudo y carente de un sentimiento de identidad familiar”, señala James Lynn, “las relaciones con la segunda esposa de su padre eran pobres, y aunque Godwin le dio una buena educación, desatendió sus necesidades emocionales”.

Mary podía escuchar en su casa al poeta Samuel Taylor Coleridge, al inventor William Nicholson o al químico Humphry Davy. Su padre la llevaba a conferencias sobre electricidad y a tomar el té con el divulgador del vegetarianismo John Frank Newton. Todo ese magma intelectual y creativo dejó huellas en Frankenstein: el capitán Walton alude a un poema de Coleridge (‘La balada del viejo marinero’) y el gigante mata, pero es vegano. En el mismo arranque de la novela se presenta un viejo amigo de Godwin: “En opinión del doctor Darwin, y de algunos fisiólogos de Alemania, los sucesos en los que se basa la presente ficción no son enteramente imposibles”.

 Retrato de Mary W. Shelley

El médico y naturalista Erasmus Darwin, defensor de una teoría sobre el origen único de la vida y abuelo del autor de El origen de las especies, también se evocará en Villa Diodati en el frío verano de 1816. Horas antes de que Mary tenga la visión que alimenta Frankenstein, los poetas Lord Byron y Shelley rememoran uno de sus supuestos ensayos, según relata la propia escritora: “Al parecer había conservado un hilo de masa en un bote de cristal, hasta que, por algún extraordinario proceso, aquello comenzó a agitarse con un movimiento autónomo. (…) Quizá un cadáver podría reanimarse, el galvanismo había dado pruebas de cosas semejantes: quizá se podrían manufacturar las partes componentes de una criatura, y después podrían reunirse y dotarlas del calor vital”. La gran pregunta que se hace Victor Frankenstein —“¿Dónde residirá el principio de la vida?”— era la gran pregunta de la época.

Ante la falta de respuestas precisas, triunfan los sucedáneos. La electricidad vive su minuto de gloria desde mediados del siglo XVIII. Los desvelos científicos de Benjamin Franklin, Luigi Galvani y Alessandro Volta coinciden con el trilerismo feriante. En su ensayo Mujeres y libros, el editor Stefan Bollmann recrea un popular espectáculo de “electrificadores”: “Ponían en marcha las ruedas de sus máquinas electrostáticas y enviaban descargas eléctricas a través de las manos de una cadena humana. Suspendían a una persona de tal forma que levitaba y hacían que la cabeza le brillara”.

Incluso Percy Bysshe Shelley había tonteado con la corriente en Oxford, como detalla Charles E. Robinson, máximo especialista en la obra de Mary W. Shelley, en su introducción para una edición anotada para científicos y creadores publicada con motivo del bicentenario de la aparición de la obra: “Había construido su propia cometa eléctrica, había hecho saltar chispas con un aparato eléctrico y hasta almacenado el fluido de la electricidad en botellas de Leyden: esas pruebas sirven de base a los experimentos eléctricos del padre de Victor, Alphonse, en Frankenstein”.

El poeta Shelley también acabaría frecuentando el ágora doméstica de William Godwin, atraído por el pensamiento de un filósofo casi más célebre por controversias públicas como la que mantuvo con Malthus que por sus espesos tratados políticos. Percy era igualmente especialista en controversias: se había casado con la oposición de su influyente familia y acababa de ser expulsado de Oxford por propagar el ateísmo. Mary tiene 16 años cuando se fuga con él, aunque en seguida regresan por la falta de dinero. A partir de ahí sus biografías alimentan el mito de la perfecta pareja del romanticismo, con una sucesión de cimas literarias y cadáveres jóvenes: solo sobrevive uno de sus cuatro hijos y, a los 29 años, Percy B. Shelley se ahoga en Italia. En el futuro la escritora se alejará del malditismo y se preocupará por obtener la aprobación social para ella, su único hijo y el poeta muerto.

Pero cuando Mary W. Shelley escribe su relato en 1816 para la competición sobre historias de fantasmas, que ha convocado Lord Byron en el verano más frío del siglo, tiene solo 18 años, un bebé vivo y otro muerto, y una relación escandalosa que finalizará con el suicidio de la primera esposa de Shelley. Ignora que está forjando un mito universal y que, en aquella familia donde solo contaban los que tenían méritos literarios, rebasará la popularidad de todos ellos.

Robert de Niro en Frankenstein de Mary Shelley, dirigida por Kenneth Branagh.

El 1 de enero de 1818, casi dos años después de la estancia en el lago Lemán, se publica Frankenstein o el moderno Prometeo con una tirada de 500 ejemplares. No lleva firma. Se especula con la mano de Percy B. Shelley (que aporta correcciones al manuscrito). Pero si algún incrédulo ha sobrevivido en estos 200 años, en 2013 perdió la última esperanza. Ese año salió a subasta por 477.422 euros un ejemplar de la primera edición dedicado a Lord Byron “por el autor”. La letra fue autentificada como la de Mary W. Shelley.

En la segunda edición de 1823 (de tirada similar a la anterior), la escritora se identifica. En apenas tres años se realizan 10 adaptaciones teatrales diferentes, incluyendo paródicos finales sobre la muerte de la criatura, que irá alejándose de su cultivado espíritu original —leía a Plutarco, Milton y Goethe— para convertirse en el imaginario colectivo en un monstruo atornillado y algo bobalicón. La obra se emancipa de la autora. Sus lectores encuentran en Frankenstein lo que necesitan: terror gótico, anticipo de ciencia-ficción o un dilema ético sobre los límites de la ciencia.

El día de Halloween de 1831 se lanza una tercera edición de 4.020 ejemplares. La escritora introduce cambios y acalla a los escépticos: “Ciertamente, no le debo a mi marido la sugerencia de ningún episodio, ni siquiera de una guía en las emociones, y sin embargo, si no hubiera sido por su estímulo, esta historia nunca habría adquirido la forma con la cual se presentó al mundo”. Firma su introducción como M. W. S., aunque la historia de la literatura prescindirá del apellido materno.

Pero solo rastreando sus orígenes familiares y las circunstancias de los primeros años de su vida puede responderse a la pregunta que tantas veces le formularon a Mary W. Shelley: “¿Cómo es posible que yo, entonces una jovencita, pudiera concebir y desarrollar una idea tan horrorosa?”.

Tereixa Constenla
Diario El País, España, 29 de diciembre de 2017

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