F El tiempo envejece deprisa - Carlos Sánchez Viamonte

El tiempo envejece deprisa

de Antonio Tabucchi
(Anagrama, Barcelona, 2010, 176 páginas)

Debe aclararse que estos nueve cuentos los compuso Tabucchi en homenaje a los Nine Stories, de J. D. Salinger (“el libro de cuentos más bello del siglo XX”, según el autor). Su prosa musical fluye en frases extensas, bellas e impecables, en las que, además, ofrece diálogos convincentes y utiliza un vastísimo vocabulario. No son narraciones de fácil lectura, pues en ellas impera la sugerencia. Y, finalmente, el alusivo título del libro designa como protagonista al tiempo, entendido como algo indescifrable y etéreo, implacable en su transcurrir y en cuya corriente navega sin rumbo el ser humano.

“El círculo” presenta tanto el pasado y el presente como imprecisos y desdibujados, en una vaguedad muy en la línea que propone Patrick Modiano en su novela El horizonte.

“Clof, clop, clofete, clopete” plantea, como en el resto de El tiempo envejece deprisa, una historia no lineal, con vericuetos y borrosa, como si la percepción fallara y la realidad fuese evanescente. Un personaje explica “si no te lo cuento yo puede que te quede algo pero en una niebla confusa, como cuando has soñado pero no te acuerdas bien de qué”.

En “Nubes” conversan en una playa una adolescente y un hombre de cuarenta y tantos años –ex militar que formó parte de un cuerpo de paz italiano y sufre los efectos del uranio empobrecido-, y mencionan las guerras, nuestro destino incierto y la crisis de las relaciones humanas.

A múltiples sentidos se abre “Los muertos a la mesa” (el tiempo que pasa, la soledad de la vejez), cuento en el que prima el remordimiento del protagonista por haber sido un agente secreto que vigiló a Bertold Brecht y descubre que él mismo fue también fichado. La muerte surge siempre omnipresente: “¿Qué hacen las personas importantes en un cementerio? Duermen, duermen ellos también, al igual que los que no cuentan una mierda. Y todos en la misma posición: horizontal. La eternidad es horizontal”.

Un brillante general húngaro evoca el pasado -una constante del libro-, en “Entre generales”. El militar enfrentó la invasión soviética y cayó vencido por otro destacado general soviético. Fue juzgado, condenado a prisión y luego reivindicado tras el desplome de la URSS. Pero hacia el final de su vida decide reunirse en Moscú con su vencedor y, juntos, pasan -según el protagonista-, momentos felices. Porque “A veces el sentido profundo de unos hechos sólo se revela una vez que esos hechos parecen haber concluido”.

“Yo me enamoré del aire” respira una suerte de alegría melancólica por la vida que se va.

Curiosamente, en “Festival”, las escenas más importantes de un documental no pudieron filmarse por la escasez de celuloide y sólo quedaron grabadas de manera frágil en la memoria de un director de cine ya fallecido.

En “Bucarest no ha cambiado en absoluto” todo es una niebla de recuerdos que flotan y se confunden. El anciano personaje judío que vive en Tel Aviv por momentos cree que se encuentra en su Bucarest natal, pese a que allí padeció persecuciones durante del régimen de Ceaucescau.

El último cuento, “A contratiempo”, es, por su estructura, cortazariano, y si bien está deliciosamente escrito, más allá de su belleza literaria aparecen los amenazantes horrores de este siglo, tanto los colectivos como los individuales.

El tiempo envejece deprisa fue premiado por la revista Lire como el mejor libro de relatos publicado en Francia en 2009.

Germán Cáceres

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